La inquietud ya la tenía desde hace tiempo. Pero lo que sucedió esa mañana hizo que me decidiera pasar a la acción:
En mi trabajo debo laborar 40 horas semanales sin importar cómo son distribuidas. Esa semana estuve trabajando algunos minutos extras cada día para el viernes poder salir más temprano que de costumbre. Llegó el viernes y mis planes de salir temprano pronto se desvanecerían. Bajé del metro y tomé el microbús que me llevaría a mi trabajo cubriendo una ruta aproximada de 3.5 kilómetros. Como es usual, el tráfico vehicular era muy denso. Cuando teníamos suerte, el microbús se desplazaba a una velocidad increíblemente lenta; pero la mayor parte del tiempo se pasaba dos o tres minutos sin avanzar. Muchos pasajeros miraban sus relojes estresados mientras mentaban madres entre dientes. De repente el chofer del microbús decidió abandonar la ruta usual y tomar un «atajo» para «evitar» el tráfico. Todo fue peor porque las calles aledañas estaban igual o más pobladas de autos que la ruta original. Yo, sinceramente encabronado, miraba cómo los minutos extras que había trabajado durante la semana se consumían encerrado en el transporte público enfrascado en un mar de autos y estrés colectivo. Para cubrir esos 3.5 kilómetros el microbús tardó 50 minutos.
No era una situación inusual. Todas las mañanas sucede lo mismo en esa avenida que me lleva a mi trabajo. El enojo por haber perdido de esa manera tan estúpida mis minutos extras me hizo preguntarme hasta cuándo iba a soportar esa situación. Comencé a hacer cálculos aritméticos. ¡La cantidad de tiempo que pasaría atrapado en ese tráfico los próximos años de mi vida laboral es inaceptable!
La solución a ese problema de movilidad evidentemente no es comprar un automóvil. Es justo del excesivo uso del auto de donde viene el problema. Ahí atrapado en el microbús decidí que ya no permitiría esa situación. Me compraría una bicicleta para transportarme del metro a mi trabajo.
Para muchos este proyecto suena descabellado, pero hay que entender que tengo aproximadamente tres años practicando el ciclismo urbano (2.5 años en Copenhague, y 6 meses en la ciudad en México). Mi experiencia recorriendo en bicicleta la capital de mi país (de noche y de día, solo y acompañado, ligero y con carga) me confirmaba que el proyecto era perfectamente posible.
Así comencé a pagar en abonos una segunda bicicleta usada a Arturo, el dealer bicicletero de mi barrio. De esta manera tendría una bicicleta para ir de mi casa al metro y otra para viajar del metro a mi trabajo.
Mi plan era liquidar la bicicleta en junio de 2012 y lo logré. Después de adquirirla hice un estudio detallado de la zona aledaña a mi centro de trabajo, siempre con una perspectiva bicicletera: con ayuda de Google Maps tracé rutas para ir y venir al trabajo; me dispuse a localizar un lugar para guardar mi bicicleta por las noches, hasta que encontré un estacionamiento dentro de la estación del metro donde me bajo cada mañana. Todo estaba listo para iniciar el proyecto.
Hace tres días, el domingo, mi hija me acompañó hasta la estación del metro cercana a mi trabajo. Aprovechamos que los domingos es posible viajar con tu bicicleta en el metro para llevar mi nueva bicicleta y dejarla en el estacionamiento para bicicletas de la estación. Ahí pasaría la noche para usarla el lunes por la mañana.
El lunes por la mañana yo estaba muy emocionado. Me entusiasmaba la idea de viajar por primera vez a mi trabajo en bicicleta. Bajé del metro, fui directo al estacionamiento y tomé la bicicleta. Salí a la calle y me preparé: coloqué mi bolso de hombre en la parrilla, me puse mis lentes para sol, puse una playlist en mis audífonos y ¡listo!
El viaje fue muy placentero. Es difícil describir la sensación a alguien que nunca ha practicado el ciclismo urbano. Te sientes libre, rápido, audaz, potente. Llegué a mi trabajo y desmonté mi bicicleta con una sonrisa. Lo había logrado.
Ese mismo lunes salí tarde de trabajar. Ya había caído la noche. Coloqué las luces delantera y trasera a mi bicicleta y me dispuse a partir, sin embargo, la llanta trasera no giraba porque se había salido del ring. Era imposible usar la bicicleta. En ese momento apareció Héctor, un señor de unos 60 años de edad que se dedica a lavar los autos de mi centro de trabajo y quien también es ciclista urbano. En una actitud muy amable me prestó su herramienta y juntos tratamos de arreglar la llanta. La reparación fue parcialmente exitosa porque logré viajar en la bicicleta pero solo unas cuadras porque la llanta se volvió a salir. Estaba en medio de la noche lejos de la estación del metro y con mi vehículo descompuesto. Afortunadamente encontré una vulcanizadora donde me ayudaron a revisar la llanta y me informaron no solo que ya no servía, sino también dónde podría adquirir una nueva llanta pero hasta el siguiente día porque ya estaba cerrado.
Tuve que caminar con mi bicicleta un par de kilómetros hasta llegar al metro y estacionarla ahí. A pesar del contratiempo, mi primer día al trabajo en bicicleta fue un buen día: primero porque esa mañana recibí una excelente noticia académica que me pintó una sonrisa por el resto del día (de esto escribiré próximamente); y segundo porque el proceso que seguí para arreglar mi llanta me permitió conocer la infraestructura bicicletera que hay cerca de mi lugar de trabajo. Conocí una tienda que vende refacciones para bicicleta, conocí un taller mecánico especializado en bicicletas, y también conocí a otros ciclistas urbanos.
Mario Sánchez Aguilar