Por qué yo soy yo – I

Hace un tiempo leí El Castillo Blanco de Orhan Pamuk. La verdad me acerqué a este autor sólo porque ganó el premio Nobel de literatura. Quería saber qué onda con su obra.

El libro resultó bueno. A veces un poco denso y filosófico. Uno de esos fragmentos filosóficos está guiado por una pregunta que se hace uno de los personajes de la novela: ¿por qué yo soy yo?

Al principio no le encontraba sentido a la pregunta, pero después de pensar y seguir leyendo el escrito, entendí que el personaje sólo encontraría la respuesta a esa pregunta espulgando en su pasado en busca de aquellas vivencias y experiencias clave que lo fueron moldeando y definiendo hasta llegar a ser lo que es en el presente. ¡Que ejercicio tan interesante! Sobre todo para gente sin quehacer como yo.

Quiero hacer ese ejercicio en público, en la web. Voy a ponerme a buscar en mi memoria para tratar de contestarme por qué yo soy yo. Esta es mi primera evocación pública:

Yo estudié una licenciatura en matemáticas. La estudié en el periodo 1996-1999 en la Universidad de Guadalajara (U de G) en México. Sin duda esta fue una etapa definitoria en mi vida.

Mi paso por el Departamento de Matemáticas podría ser narrado y analizado desde muchísimos ángulos, pero hoy quiero enfocarme en un solo aspecto: mi relación con los estudiantes de ingeniería.

Como estudiante de matemáticas de la U de G, tenía que tomar varios cursos de formación matemática general (llamados entonces “de tronco común”) en la facultad de ingeniería y con los estudiantes de ingeniería. Cursos como cálculo, álgebra lineal, ecuaciones diferenciales y otros más. Estos cursos de tronco común eran atendidos por una gran variedad de estudiantes provenientes de diferentes departamentos académicos: ingeniería química, ingeniería industrial, ingeniería civil, ingeniería en comunicaciones y electrónica, licenciatura en matemáticas, licenciatura en física y otras que no recuerdo ahora. Al conjunto de todos esos departamentos académicos se le llama CUCEI (Centro Universitario de Ciencias Exactas e Ingenierías).

Dentro de la subcultura definida por los estudiantes del CUCEI, los estudiantes de física y matemáticas éramos los que ostentábamos el más bajo estatus social. Nosotros éramos los nerds, los raros, los aburridos, los feos, los prescindibles, los tontos, los out; mientras que los estudiantes de ingeniería eran los desmadrosos, los animados, los galanes, los motorizados, los simpáticos, los audaces, los que aprobaban con el esfuerzo mínimo, los que organizaban las fiestas, los que vestían a la moda, los que eran buenos pa’ pistear, los que tenían calculadoras programables HP aunque no las supieran usar.

Seguramente los adjetivos que uso para describirlos dan cuenta de mis traumas y de la imagen o prototipo que en mi mente formé sobre los estudiantes de ingeniería del CUCEI. Sin duda la imagen que tengo corresponde con un estudiante del sexo masculino, esto debido a que las mujeres siempre fueron escasas en esa comunidad. De hecho recuerdo claramente el comportamiento primitivo que mostraban esos estudiantes cuando una mujer guapa o medianamente guapa transitaba inocentemente por las instalaciones del CUCEI. Miren a lo que me refiero en el siguiente video:

Si. Yo tuve que estudiar ahí mis cursos de tronco común.

Recuerdo mi curso de análisis numérico. En la primer clase habíamos unos 40 estudiantes. Yo era el único de los «raro». No sé si yo era muy evidente pero rápidamente se dieron cuenta de que no era uno de ellos. Nadie me hablaba ni me saludaba, excepto un estudiante de ingeniería civil. Él tampoco era muy bien aceptado entre los suyos porque parecía retrasado mental. Supongo que ante los ojos de los futuros ingenieros éramos una pareja muy singular.

Nuestro profesor llegó tarde. Era un ingeniero muy moreno, muy chaparro y muy guevón. Después de presentarse y comunicarnos qué libro usaríamos como base para el curso, nos dijo que probablemente faltaría a algunas clases porque tenía algunos «asuntos» que atender además de nuestro curso. Sólo asistió cinco veces durante todo el semestre. Los rumores estudiantiles lo señalaban como un profesor «influyente» metido en la política universitaria.

Los que teníamos que pagar el pato por su ausencia éramos los estudiantes, ya que teníamos que presentar los temidos «exámenes departamentales», que no eran más que exámenes diseñados por la academia de análisis numérico, y que se aplicaban a todos los estudiantes de tronco común sin importar su orientación académica, ni el profesor que les impartía el curso.

Ahora que lo veo a la distancia, creo que fue muy valioso ese curso de análisis numérico: no sólo reconocí el valor de ser autodidacta, sino que también presencié con asombro los niveles de hipocresía que podían alcanzar los estudiantes de ingeniería del CUCEI.

En una de las sesiones en la que se presentó el profesor moreno-chaparro-guevón, llegó preguntándonos sobre el capítulo de métodos de interpolación y si alguno de nosotros podría pasar al pizarrón a exponer alguno. Los futuros ingenieros se miraban los rostros como buscando la respuesta en la pupila de su compañero de fila mientras que yo, impulsado por una fuerza oscura y de origen desconocido, levanté mi mano desde mi lugar situado en la parte posterior del aula. El ingeniero gustoso me cedió la palabra, y yo me dirigí al pizarrón escoltado por las miradas incrédulas de los demás estudiantes.

Tomé dos funciones reales para ilustrar el método de Newton-Raphson y el de la secante. No es algo del otro mundo, pero fue suficiente para que mi estatus social resurgiera de entre la mierda y se elevara como cohete de pueblo en fiesta decembrina.

Las consecuencias de ese acto fueron fantásticas. Ahora los estudiantes de ingeniería me saludaban agitando su mano y esgrimiendo una gran sonrisa. Enseguida me preguntaban si tenía tiempo para aclararles unas pequeñas dudas. Algunos hasta clases privadas me solicitaron. Yo me sentía muy bien porque como me dijo Etiene Wenger: «en las comunidades, el que posee el conocimiento, tiene poder».

A pesar de mi nuevo estatus, mantuve esa espinita en el alma que me alimentaba de rencor hacia los estudiantes de ingeniería del CUCEI. Yo también les sonreía pero en el fondo los despreciaba. Pero llegó el día en que las cosas tomaron un giro sorprendente.

Varios semestres después me gradué como matemático y posteriormente anduve feliz y sin rumbo por algún tiempo: daba clases de matemáticas a nivel bachillerato, exploraba los placeres prohibidos que ofrece la vida, exploraba a mi novia, comía mariscos cada semana, derrochaba mi salario. Me encontraba en ese lapso placentero cuando se me presentó una oportunidad interesante: convertirme en profesor de matemáticas del CUCEI.

Ahora no entraré en detalles sobre cómo se dio la oportunidad, pero varios graduados de la licenciatura en matemáticas la recibimos y la tomamos. Entre esas personas se encontraba mi colega Avenilde Romo. A mi me asignaron dos cursos: «Álgebra lineal I» y «Elementos de probabilidad y estadística».

«’Ora si pinches ingenieritos, yo tengo la sartén por el mango». Eso fue lo primero que pensé cuando me acercaba al aula donde iba a impartir mi primer clase de álgebra lineal. Como un asesino que acecha a sus víctimas, me tomé la molestia de mezclarme con ellos (la diferencia de edades era prácticamente nula) simulando ser un estudiante más, y pasé unos minutos observándolos y saboreando el momento. Entonces entré al salón, dejé mis cosas en el escritorio y comencé mi curso de álgebra lineal.

Después de leer lo que he escrito, el lector podría esperar que descargara todos mis traumas comportándome como un tirano. Creo que no fue así. Les dejé muy claro a mis estudiantes que era un matemático recién graduado (uno de los «nerds») y que mi propósito como profesor era ayudarlos a aprobar sus exámenes departamentales.

Traté de construir para ellos un esquema diferente de profesor del CUCEI: les pedía que me llamaran Mario, vestía informal (a veces hasta con gorra), era puntual y no faltaba a mis clases, estudiaba mucho para cada clase (mucho más que cuando fui estudiante), los escuchaba…Después de interactuar y estudiar con ellos, encontré que atrás de esos estudiantes de ingeniería del CUCEI no había más que jóvenes como yo. Jóvenes con temores y con ilusiones.

Es una etapa que recuerdo con mucho cariño. Yo era más inocente que ahora. Me sentía en la cima del mundo. De mi pequeño mundo. Daba clases en la Universidad que me formó, ganaba dinero suficiente para pagar mis diversiones, era un profesor semipopular, vivía en la provincial Guadalajara. ¿Qué más podía pedir de la vida? Fue entonces que apareció la presión social sobre mi persona. Algunos de mis profesores (Agustín Rodríguez, Miguel Olmos) y también mi madre vieron lo que yo no veía: que ese no era un ambiente para mí. Las razones eran varias y distintas, pero todos ellos coincidían en que debía marcharme de Guadalajara para estudiar una maestría. Me costaba trabajo dejarme seducir por la idea, pero afortunadamente la presión no cesaba. «Te vas a quedar toda tu vida tragando gis» es una frase del Doctor Miguel Olmos que no puedo olvidar.

En esas andaba, averiguando qué y dónde podría estudiar, cuando entró en escena un personaje que sería fundamental en mi desarrollo profesional ulterior: Ricardo Cantoral.

El Doctor Cantoral dio una plática en el departamento de matemáticas de la U de G, sobre matemática educativa, a la que yo no asistí. Los que lo conocen saben que él es bueno para hablar en público y para exponer sus ideas. Avenilde Romo fue la encargada de transmitirme una reseña de primera mano sobre esa plática. Me hablaba muy emocionada del contenido de la plática, de lo que el Doctor llamaba «matemática educativa» y de la posibilidad de estudiar una maestría en esta especialidad en el renombrado centro de investigación llamado CINVESTAV.

Creo que Avenilde y yo, como muchos otros que se acercan a la matemática educativa por primera vez, pensábamos que en la matemática educativa encontraríamos técnicas o recetas para convertirnos en mejores profesores de matemáticas. Hasta el día de hoy sigo tratando de entender qué es la matemática educativa, pero ahora sé que no tiene mucho que ver con mi concepción original de la disciplina.

Fue así que, motivado por las palabras de Avenilde, la presión social, y mi deseo de ser un mejor profesor de matemáticas, decidí postular por un lugar en el Departamento de Matemática Educativa del CINVESTAV.

Pasando la noche con Avenilde en un camión de pasajeros hacia la central del norte del D.F., y cargado de ilusiones y temores, iniciaba un nuevo capítulo de mi vida. El capítulo en que dejo mi nicho en el CUCEI para encontrarme con la matemática educativa del CINVESTAV.

Hoy Avenilde se encuentra en Francia y yo en Dinamarca. Ambos estamos estudiando un Doctorado en matemática educativa.

Mario Sánchez Aguilar
Roskilde, Dinamarca, 13 de agosto de 2008

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