
El 5 de octubre de 2008 participé por primera vez en una competencia atlética. Es una carrera de tradición en Dinamarca llamada Eremitageløbet (la carrera del ermitaño) en la que, a lo largo de su existencia, han participado muchas personalidades de la vida danesa como el príncipe heredero de Dinamarca, Frederik. Precisamente ese día se celebraba el 40 aniversario de la carrera.
Mi querido amigo y cuasientrenador Martin Niss fue quien me empujó a participar. Yo estaba temeroso de no acabarla porque nunca había corrido tanto (13.3 kilómetros), sin embargo, como él dice, todo es cosa de entrenar: un mes y medio previo a la carrera estuvimos corriendo aproximadamente 12 kilómetros, dos veces a la semana. Algunas veces un poco más.
Llegó el día de la carrera. Desafortunadamente no pude llevar a mi familia a apoyarme porque el clima era terrible: lluvia, viento y frío. Tuve que partir solo en mi bicicleta hacia la estación central de trenes. Ese era el punto de reunión con Martin.
Al llegar a la estación me compré unas donas glaseadas y un café con leche a manera de preparación para la carrera. Martin llegó y al ver mis donas me comentó que la comercialización de donas era una novedad en Dinamarca. México que es un país mas «avanzado» en cuanto a comida chatarra se refiere, consume Kryspy Kreme, Dunkin’ Donuts y las mexicanísimas de Bimbo.
Tomamos el tren hacia el lugar de la carrera al norte de Copenhague. En el caminó se nos unió su amiga Nanna a la que ya conocía de tiempo atrás (ver «Y Copenhague se llenó de Jazz»). Ella también iba a participar en la competencia. Al bajar del tren el clima seguía igual. Yo tenía frío. Nos pusimos a filosofar sobre el porqué, en lugar de quedarnos acostados y calientitos en nuestra cama en fin de semana, decidimos salir a sufrir ese clima y encima de eso correr como cabras en el monte.
El lugar de la carrera es un bosque habitado principalmente por venados. Martin me platicó que incluso ha habido ataques a los corredores por parte de los venados, debido a que estos últimos están en celo en esa época del año. Cuando nos dirigíamos al circuito de la carrera presenciamos cómo un macho dio un salto enorme y poderoso justo enfrente de nosotros, para brincar sobre la vereda que recorríamos. Fue espectacular pero también me dio miedo. Durante varios minutos mantuve en mi mente el relato de los venados en celo atacando corredores.
Las condiciones climáticas adversas se mantenían y la gente seguía llegando: niños, mujeres, jóvenes, adultos, ancianos. El número oficial de participantes fue de 19,000 corredores.
Todos los participantes son agrupados de acuerdo al tiempo que registraron en la carrera del año anterior. Los más rápidos van más adelante y los principiantes (como yo) van hasta atrás. Martin me mostró dónde estaba mi grupo y posteriormente fijamos un lugar de reunión para después de la carrera. Ahí mismo nos preparamos: ajustamos nuestras ropas, nos colocamos el número de participante y el chip que registraría nuestros tiempos oficiales. Posteriormente nos separamos para integrarnos a nuestros respectivos grupos.
Al llegar a mi grupo no sólo tenía frío sino también nervios. Como mi grupo estaba situado en la cima de una pequeña colina, podía ver hacia abajo cómo arrancaban los otros grupos de corredores al sonar el disparo de salida. Era muy, pero muy emocionante estar ahí: escuchar los gritos, los aplausos, la voz de los narradores en las bocinas. Era mi primera competencia y estaba en un sitio muy especial.
Todos en el grupo nos veíamos las caras, las expresiones. Esperábamos nuestro momento. El frío y la lluvia continuaban. Unos trataban de brincar o moverse para calentarse pero los espacios eran muy reducidos. Éramos muchos. De repente me empezó a doler la cabeza y me preocupé: todavía no comenzaba a correr y ya tenía achaques. Era una mala señal.
La espera fue larga. Aproximadamente media hora. El dolor y el frío seguían ¿podré terminar? (pensaba en mis adentros). De repente se escuchó la señal, y enseguida los gritos y los aplausos. Me vuelvo a emocionar nomás de acordarme. Éramos muchos y no podíamos correr, pero la velocidad fue incrementando. Como a los cien metros me salí de la carrera: el frío me obligaba a orinar. Ubiqué a otro grupo de varones haciendo lo mismo y fui hasta ahí a desahogarme. Pensé en lo complicado que debe ser para las mujeres.
Regresé al camino y comencé a trotar. Por primera vez escuché el sonido que produce una multitud corriendo. Insisto en que era realmente emocionante. Entonces sucedió lo que me sucede cuando corro solo: mi mente se va a muchos lugares, a diferentes tópicos, viene y se va. La diferencia es que había una especie de energía en el aire, digamos que una «vibra». Todos estábamos ahí, corriendo y corriendo. Luchando contra nosotros mismos y contra las condiciones. Era inspirador ver a los niños, pero sobre todo a los ancianos. Por un momento todos éramos iguales. No había diferencias. También te inyectaba muchísima energía ver a la gente que, a pesar del clima, estaba ahí a la orilla del camino apoyándote. Aplaudían y gritaban. Recuerdo que como en el kilómetro nueve había una banda de música tocando. Sus instrumentos me recordaron a una banda sinaloense. Qué buen detalle.
Llegué al kilómetro diez y me sentía muy bien. El dolor de cabeza ya no estaba. Decidí que era momento de acelerar y lo hice. Era muy difícil y un poco peligroso pasar a las personas entre espacios tan reducidos. Me acordé del tráfico en el D.F. Mi mente seguía yendo y viniendo.
Después de la última curva pude divisar la meta. La intensidad y el volumen de los gritos y aplausos se incrementaba. Ya casi. Cada vez más cerca. Me sentía muy bien y decidí incrementar mi velocidad. Estaba como a doscientos metros de la meta cuando sucedió: todo fue muy rápido. Sólo recuerdo que iba rebasando a las personas que podía y de repente mis pies se atoraron con los de otra persona. Ella cayó estrepitosamente al suelo. No pudo meter las manos. A nuestro alrededor se escucho un gran «OHHHHHH» como cuando algún tenista falla el tiro decisivo en la final de Wimbledon. En el suelo yacía una señora como de sesenta años de edad con el rostro enlodado. Me detuve a ayudarla y con un danés torpe le pedía disculpas. Fue un accidente pero me sentía muy mal. Ella dijo que estaba bien y entonces seguí corriendo. Esta vez no quería llegar a la meta sino correr (literalmente) de la situación. Ese fue el final de mi primera competencia atlética. Nunca la olvidaré.
Para finalizar, y sólo para abrirme a la crítica de los conocedores, corrí los 13.3 km y tiré a la señora, en un tiempo de 1 hora, 16 minutos, 55 segundos.
Mario

